domingo, 12 de octubre de 2008

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Enrique era un ser sobrio sin ser puritano, tenaz, no inconmovible, ecuánime, terco, obcecado, astuto, paciente, estoico y firmemente convencido del valor del cuerpo como instrumento para lograr sus objetivos. Su mirada nunca delataba sus dudas con respecto de la conveniencia de jamás expresar sus sentimientos. Su personalidad no se prestaba a bromas, sin embargo; cuando estaba con sus más íntimos amigos a veces se olvidaba de esta absurda regla y era tal como uno más de ellos, de la pandilla, de la banda Timbiriche.
Porque solo con ellos, tal y como lo expresó tan bien Maslow, satisfacía sus necesidades de estima y pertenencia.
A veces estaba harto de su loca vida, pero era como un pajarillo que solo sabe cantar y es cotizado por su hermoso plumaje, mientras su espíritu se llenaba al tope de deseos reprimidos y añoranzas, de proyectos, de violaciones a su cuerpo, de libertinaje cursi, como un molesto prurito anal que uno intenta aliviar con un repentino ataque de rascarse; su propia reacción animal a las indecentes proposiciones de perfectos desconocidos, que en ocasiones encontraba divertidas, pues muy en el fondo ese era su mayor goce, su propio orgasmo íntimo y personal. El duelista moribundo muere más feliz de lo que vive su adversario que se cree ganador. Él sabe como unas buenas nalgas mueven más que una yunta de bueyes. Un brillo pálido de sol, misteriosamente ofensivo, ocultándose bajo las nubes hasta el agotamiento, así ni más ni menos es él y a pesar de ello así lo queremos.

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